Un dibujo puede dibujarse de muchas maneras. Algunas de ellas son: con miedo, con cautela, con descaro o con valentía. Las dos primeras de ellas corresponden al dibujo de la izquierda, mientras que las dos últimas responden al dibujo de la derecha. Me pregunto si el lector se encuentra ahora mirando ambos dibujos en busca de indicios sutiles.
A menudo dibujo por obligación. Es entonces cuando dibujo con pavor a equivocarme, resultando así un trazo temeroso, incierto, que pisa sin pisar y, si lo hace, pisa más de la cuenta. No me siento bien después de dibujar porque debo.
Cuando dibujo porque me da la gana, en cambio, el dibujo se convierte en una suerte de irreverencia, de descubrimiento alegre, sintiéndome al terminarlo como quien esculpe un muñeco de mantequilla, sabiendo que el sabor va a ser delicioso, pues el horno no favorece al talento artístico.
Pese a que lo sé, el hijo que he criado segundo me cae mejor, por el simple hecho de que lo que me devuelve son las partes de mí que deseo ver, con las que deseo identificarme, y aunque ambos sean hijos míos soy humana y solo quiero atender a las cualidades que más placenteras me resultan. Me pregunto si este mismo criterio siguen los padres de hijos criados de modo distinto, uno más rígido y otro más laxo, uno exigente y el otro disfrutón. Me respondo que los padres posiblemente desprecien, de un modo inconsciente, a esos hijos que les devuelven todo aquello que quisieran olvidar.
El dibujo contiene un elemento de sorpresa que a la vida contemporánea le falta. La mayoría del día sé lo que me espera, y los cambios de planes son recibidos con más molestia que otra cosa. Cuando me enfrento a un dibujo, sin embargo, me abro a que salga algo que desconozco. Es el único momento del día en que ni sé cómo va a ir a la cosa, ni me importa.
Desde esta perspectiva de simpatía hacia la vida los dibujos se desarrollan con relativa libertad. Aun si me creo una madre sin expectativas, distinta al resto, lo cierto es que lo que creo que debe ser me secuestra tanto como a toda persona que se disponga a crear algo que hasta el momento no existía más que en el desdibujado mundo de las posibilidades infinitas.
La misión de mi cerebro, similar a la razón de ser de todos los demás cerebros, es conocer el mundo. Tanto es así que yo tengo una imagen bien formada de otros dibujos realizados previamente, en su mayoría rápidos y feístas como este, razón por la que hoy puedo sentarme con total calma y dejar que mi mano dibujadora defina los contornos de una mecedora gordinflona.
Siento una atracción desmesurada hacia ciertos objetos, y lo sé cuando me sorprendo refiriéndome a ellos en diminutivo. A primera vista uno ve cariño en estos vínculos, un torrente de halagos y abrazos y miradas y caricias. Sin embargo me doy cuenta de que esos vínculos con extra de azúcar ni contienen tanto amor como parece, ni son tan deseables como uno creería.

En mi obsesión por las tacitas y otros objetos de dimensión pequeña dejo de ver a la taza por lo que es. Entro en un espiral de calentura e imagino una fusión entre nuestros cuerpos. Un sube y baja individual donde la taza ni siquiera se inmuta, en el que ella no ha participado y del que no volveré a buscar más que el subidón.

Desde aquí me bajo de la montaña rusa de la obsesión por la cerámica en miniatura, y me convierto a la vinculación desde lo real, lo terrenal, lo asumible y lo imperfecto. En otras palabras, voy a sorber una taza de café.
Desde este momento desconfío de la purpurina. Tal vez haya caca debajo.
Dejo de hacer las cosas cuando percibo (oigo, siento) una obligación al respecto. En este caso, yo creía (imagínate) tener la obligación (como si a alguien le importara) de seguir dibujando con la coherencia de los tres anteriores dibujos.
Mismo fondo, mismo texto, misma familia. Me repugna y me entristece solo de pensarlo. Menuda lástima, menuda creatividad salida por la ventana como un globo soltado por despiste, menudo gasto de neuronas que creían estar ocupadas cuando habían sido engañadas. Porque lo cierto es que sin libertad ¿qué demonios voy a hacer? ¿Cómo voy a crear cosas nuevas, andar caminos interesantes, si me digo de antemano lo que va a haber que hacer? Me enfada, también.
Me enfada cómo soy yo misma quien se frena, quien se impone. Por fortuna soy también yo quien desea dibujar, y nadie más que yo quien encuentra el modo, mediante la escritura de palabras, de desatascar el tubo creativo y dejar espacio, ahora sí, a las cosas que de forma libre y espontánea deciden que a través mío pretenden existir.
Dibujé estos espárragos para un cliente que no los quiso. No porque hubiera nada malo con los espárragos, sino porque el proyecto pedía otra cosa, efectivamente, y estos espárragos fueron concebidos con altas probabilidades de acabar en una carpeta sin reconocimiento o celebración.

Hoy decido mostrarlos y celebrarlos, rodeados de su nombre como si (acabo de pensarlo) fueran vitoreados por sus seres queridos (espáaaarragos, espáaaaarragos), y no porque me encanten, porque lo cierto es que no siento demasiada simpatía hacia el espárrago en tanto que objeto comestible. Sí la siento hacia el espárrago como objeto decorativo, aunque ahora que lo pienso sí, sí gusto de los espárragos, si blancos y fibrosos, que disfruto untando en mayonesa cada Nochebuena.

Como decía, en cualquier caso, esto no va del espárrago en sí, tampoco de si me gusta o no, esto va de nombres, destinos, decisiones y celebraciones.