Un dibujo puede dibujarse de muchas maneras. Algunas de ellas son: con miedo, con cautela, con descaro o con valentía. Las dos primeras de ellas corresponden al dibujo de la izquierda, mientras que las dos últimas responden al dibujo de la derecha. Me pregunto si el lector se encuentra ahora mirando ambos dibujos en busca de indicios sutiles.
A menudo dibujo por obligación. Es entonces cuando dibujo con pavor a equivocarme, resultando así un trazo temeroso, incierto, que pisa sin pisar y, si lo hace, pisa más de la cuenta. No me siento bien después de dibujar porque debo.
Cuando dibujo porque me da la gana, en cambio, el dibujo se convierte en una suerte de irreverencia, de descubrimiento alegre, sintiéndome al terminarlo como quien esculpe un muñeco de mantequilla, sabiendo que el sabor va a ser delicioso, pues el horno no favorece al talento artístico.
Pese a que lo sé, el hijo que he criado segundo me cae mejor, por el simple hecho de que lo que me devuelve son las partes de mí que deseo ver, con las que deseo identificarme, y aunque ambos sean hijos míos soy humana y solo quiero atender a las cualidades que más placenteras me resultan. Me pregunto si este mismo criterio siguen los padres de hijos criados de modo distinto, uno más rígido y otro más laxo, uno exigente y el otro disfrutón. Me respondo que los padres posiblemente desprecien, de un modo inconsciente, a esos hijos que les devuelven todo aquello que quisieran olvidar.